Sepultura de los franceses muertos en Cabrera. Fuente: Biblioteca Nacional. "La Ilustración", 7 de junio de 1891, Barcelona. |
Como habíamos visto, la batalla de Bailén se saldó con una rotunda victoria de las tropas españolas. Las capitulaciones de Andújar, firmadas por Dupont el 22 de julio de 1808, establecían el regreso de las tropas francesas a su patria por vía marítima, para lo cual habrían de ser trasladadas desarmadas hasta Cádiz. En el trayecto, no pocos de estos 14.000 prisioneros sufrieron los insultos y agresiones de los pueblos por los que pasaban. La noticia del saqueo que habían perpetrado en Córdoba había llegado a todos los andaluces.
Sin embargo, el 10 de agosto se comprobó que no había barcos suficientes para transportar a todos los prisioneros. En septiembre, con el apoyo de buques británicos, se pudo enviar de vuelta a Francia a los jefes y oficiales, muchos de los cuales sufrieron las iras de Napoleón. Es el caso de Dupont, el cual fue degradado y confinado en prisión por su vergonzosa rendición. Sin embargo, el resto de la tropa cautiva permaneció confinada en prisiones flotantes -pontones- en Sanlúcar de Barrameda, donde la mala alimentación e higiene comenzaron a causar numerosas muertes entre aquellos hombres.
Pasaban los meses, mas nada cambiaba. Al parecer, los ingleses habían ejercido presiones para que los prisioneros no regresasen a Francia, por temor a que una vez allí volviesen a cruzar los Pirineos. A ello se sumó la indiferencia de Napoleón, demasiado herido en su ego como para rescatar a aquellos hombres a los que consideraba unos cobardes. De este modo, no llegó a producirse un intercambio de prisioneros. El Gobernador de Cádiz, ante una situación que no iba a resolverse, decidió deshacerse de los prisioneros. Unos cuatro mil fueron enviados a las islas Canarias, donde se integraron entre la población. Los diez mil restantes fueron enviados, con el mismo objetivo, a las islas Baleares, pero las autoridades y la población se negaron a aceptarlos. De este modo, la Junta Central decidió llevarlos a la deshabitada isla de Cabrera, al sur de Mallorca, donde fueron abandonados el día 5 de mayo de 1809. Además, tal y como indica Isabelle Bes Hoghton, de este modo se protegía a la población mallorquina de la "perniciosa influencia" de las ideas revolucionarias de los cautivos. (1) Los hechos ocurridos durante aquellos cinco largos años aparecen narrados en la obra Los franceses de Cabrera (1809-1814) de Pierre Pellisier y Jéróme Phelipeau.
La única construcción que había en toda la isla era un viejo fuerte derruido. A penas sin recursos, sin agua -aunque encontraron un pequeño manantial-, los cautivos dependían de un barco que, cada cuatro días, llegaba cargado de víveres que resultaban insuficientes para diez mil personas.
Para evitar la anarquía, se establecieron jerarquías en función del rango militar, creando un consejo encargado de regular acciones como el reparto de los víveres, impartir justicia e imponer normas. Parece ser que la llegada desde España del cura Damián Estelrich -en julio de 1809- aportó también cierta serenidad en medio de aquella desesperante situación. Incluso llegaron a construir unas cabañas precarias -en lo que se conoció como Napoleonville- estableciendo calles con nombre parisinos, así como una plaza que se configuró como el centro de reuniones e intercambios, llamada Palais Royal. Pero el orden pronto se vino abajo con la monotonía y las penurias. Hubo varios intentos de fuga, uno de los cuales provocó, como castigo, el retraso en el envío del barco de suministros. En julio de 1810, los oficiales que quedaban entre los cautivos fueron enviados a Inglaterra. Curiosamente, hace poco se confirmó que entre los prisioneros había también algunas mujeres (quizás veinte o treinta), las cuales eran objeto de negocios y peleas entre los oficiales y prisioneros, por lo que el cura decidió solicitar que aquellas que no estuviesen casadas fuesen enviadas a Inglaterra junto a los oficiales.
La situación se agravó en 1812. Fue entonces cuando llegaron desde Alicante 1.200 nuevos prisioneros. A todo ello se sumó la autoridad de un gobernador que les sometió a trabajos forzados, al tiempo que eliminaba el consejo que habían organizado los franceses acusándolo de estar detrás de los intentos de fuga. La dramática situación llevó a los prisioneros a caer en el canibalismo con sus compañeros fallecidos. En estas circunstancias son muchos los que pierden la cordura, caso de los llamados tártaros, quienes se aislaron del resto de los prisioneros en una cueva. El otro grupo, el mayoritario, era conocido como los robinsones.
El 16 de mayo de 1814, al firmarse la paz, los 3.700 supervivientes asistieron a la llegada de un barco francés que habría de llevarles hasta el puerto de Marsella. Regresaban a casa tras cinco años de cautiverio, donde fueron recibidos con ciertas reservas: el monarca Luis XVIII temía que fuesen leales a Napoleón, el hombre que los había abandonado a su suerte. Algunos dicen que este oscuro episodio habría constituido el primer campo de concentración de la Historia.
La única construcción que había en toda la isla era un viejo fuerte derruido. A penas sin recursos, sin agua -aunque encontraron un pequeño manantial-, los cautivos dependían de un barco que, cada cuatro días, llegaba cargado de víveres que resultaban insuficientes para diez mil personas.
Para evitar la anarquía, se establecieron jerarquías en función del rango militar, creando un consejo encargado de regular acciones como el reparto de los víveres, impartir justicia e imponer normas. Parece ser que la llegada desde España del cura Damián Estelrich -en julio de 1809- aportó también cierta serenidad en medio de aquella desesperante situación. Incluso llegaron a construir unas cabañas precarias -en lo que se conoció como Napoleonville- estableciendo calles con nombre parisinos, así como una plaza que se configuró como el centro de reuniones e intercambios, llamada Palais Royal. Pero el orden pronto se vino abajo con la monotonía y las penurias. Hubo varios intentos de fuga, uno de los cuales provocó, como castigo, el retraso en el envío del barco de suministros. En julio de 1810, los oficiales que quedaban entre los cautivos fueron enviados a Inglaterra. Curiosamente, hace poco se confirmó que entre los prisioneros había también algunas mujeres (quizás veinte o treinta), las cuales eran objeto de negocios y peleas entre los oficiales y prisioneros, por lo que el cura decidió solicitar que aquellas que no estuviesen casadas fuesen enviadas a Inglaterra junto a los oficiales.
La situación se agravó en 1812. Fue entonces cuando llegaron desde Alicante 1.200 nuevos prisioneros. A todo ello se sumó la autoridad de un gobernador que les sometió a trabajos forzados, al tiempo que eliminaba el consejo que habían organizado los franceses acusándolo de estar detrás de los intentos de fuga. La dramática situación llevó a los prisioneros a caer en el canibalismo con sus compañeros fallecidos. En estas circunstancias son muchos los que pierden la cordura, caso de los llamados tártaros, quienes se aislaron del resto de los prisioneros en una cueva. El otro grupo, el mayoritario, era conocido como los robinsones.
Cueva de los Tártaros |
El 16 de mayo de 1814, al firmarse la paz, los 3.700 supervivientes asistieron a la llegada de un barco francés que habría de llevarles hasta el puerto de Marsella. Regresaban a casa tras cinco años de cautiverio, donde fueron recibidos con ciertas reservas: el monarca Luis XVIII temía que fuesen leales a Napoleón, el hombre que los había abandonado a su suerte. Algunos dicen que este oscuro episodio habría constituido el primer campo de concentración de la Historia.
(1) BES HOGHTON, I. p.26.
FUENTES
BES HOGHTON, I.: "Cabrera: De l'Île paradis à l'Île enfer" en Anales de Filología Francesa, nº16, 2008.
Ideal, Granada Noticias
Historia de Iberia Vieja
Historia Siglo XIX
Mallorca Diario
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